El Otoño en la Tinença

Nos hemos venido cuatro días al refugio de Mas del Frare en pleno mes de Octubre a ver el cambio de color del bosque en esta época. El Otoño prometía ser Otoño, es decir, agua y viento en cantidades importantes, pero eso era una parte de lo que buscábamos: los rigores del cercano invierno provocando ese espectacular cambio de color en los árboles que hacen acopio de la preciada savia en espera de tiempos mejores.

El refugio se encuentra situado al nordeste del Hayedo del Retaule, el más meridional de Europa, y rodeado por todos lados por uno de los bosques más diversificados que encontrareis nunca. Hayas, arces, tejos, carrascas, boj, acebos, pinos rodenos, pino negral… Esta diversidad hace de este rincón uno de los más privilegiados para observar el proceso que termina con la caída de las hojas y el bosque desnudo y a la espera de las primeras nieves.

El primer día hicimos una ruta improvisada buscando sendas que nos condujeran por las umbrías donde los arces, pigmentados de un rojo brillante, comenzaban ya a perder sus hojas y tapizaban el suelo del bosque amortiguando nuestros pasos con esa calidad de las mejores alfombras. Acebos con troncos cuyo diámetro se acercaba a los 25 cm. de diámetro y una altura próxima a los 5 m. se engalanaban de frutos sorprendiendo a nuestra ávida mirada con su espectacular belleza. Las laderas lucían una extensa gama de colores como si un pintor loco se hubiera dedicado a dar brochazos por todos lados. En los collados los buitres giraban en la altura con sus perezosos círculos e incluso un águila dorada se acercó desvergonzada a nosotros con su vuelo ligero para después alejarse y perderse detrás de otro collado.

Por la noche, dando un paseo para bajar la cena, tres Cabras Hispánicas macho, seguramente un grupo de ejemplares jóvenes recién separados de su grupo familiar, se atravesaron en nuestro camino con una desvergüenza absoluta y cruzaron su mirada, curiosa y tranquila, con la nuestra, sorprendida e incrédula. Mientras nosotros nos manteníamos quietos ellas nos dieron la espalda y desaparecieron en la oscuridad de la misma silenciosa forma en la que habían llegado.

Al día siguiente el otoño, al cual veníamos a buscar, nos encontró a nosotros. La lluvia caía con fuerza y el viento, no queriéndose quedar atrás, soplaba como si el mismísimo Eolo estuviera encima nuestro. Poco podíamos hacer, un día de estufa, humo y conversación. Salimos a por agua a mediodía y dos kilómetros se convirtieron en una auténtica aventura.

A última hora de la tarde se calmo “un poco” y pudimos darnos un paseo con la última luz grisácea del húmedo día.

El tercer día se levantó también algo gris pero los claros en las nubes prometían crecer. El viento se había domesticado un poco lo que nos daba confianza para caminar por entre los árboles. Ascendimos una empinada senda que a través del corazón del bosque nos llevó a las proximidades del Retaule. Allí la senda se fue ensanchando hasta convertirse en una pista forestal que, a través del hayedo, nos condujo a nuestra primera parada del día, el impresionante Faig Pare, una haya de unos 260 años que parece fundida con las rocas de su base y rodeada de otras compañeras cuya envergadura apreciaríamos si no nos encontráramos ante el gigante.

Poco más adelante, dónde se encuentra la Font del Retaule, dejamos la pista para, por una estrecha senda que luego hay que abandonar para ascender por el bosque, llegar al segundo gigante del día. El Gros se alza en mitad de la ladera y nos lo encontramos de golpe delante nuestro sobrecogiéndonos con su altura. Este Pino Negral de 700 años parece encontrarse en el declive de sus días pero seguro que aún seguirá aquí cuando nosotros no seamos siquiera un recuerdo.

De vuelta a la pista continuamos nuestra ruta circular en busca de árboles monumentales y un par de kilómetros más alante cogimos otra pista a la derecha que nos condujo a la Carrasca Grossa y a la sombra de sus más de quininetos años comimos y descansamos mientras observábamos el juego de la luz del otoño sobre su tronco cubierto de musgo.

El día finalizó con una tarde espléndida. Mientras ascendíamos por la pista ésta se fue transformando. La tierra se fue cubriendo de un tupido césped que hacía más agradable el caminar mientras en los laterales las setas atraían nuestra atención, que poco a poco se fue disipando en la contemplación del juego de la luz y los árboles.

Unos hermosos días en un entorno que os recomiendo sin sombra de duda, tanto ahora cómo en cualquier época del año, y que os hará “alucinar en colores” sin necesidad de recurrir a sus abundantes setas.

Aigüestortes

La primavera prometía nieve y eso íbamos a buscar. Con la idea de una travesía por el parque durmiendo en tres refugios diferentes nos dirigimos al Estany de Sant Maurici, lugar de inicio de nuestra caminata. Las previsiones meteorológicas no eran muy alagüeñas pero nunca se sabe...
La abundante nieve caída durante el invierno nos obligó a cargar con todo el equipo porque nadie se mostraba capaz de recomendarnos que llevar y que no. A pesar de que el manto nivoso se estaba derritiendo a marchas forzadas todavía quedaba una capa que sobrepasaba el medio metro en sus partes más bajas. Además, la llamada a la central de reservas del parque nos había anunciado que no ibamos a encontrar ningún refugio abierto y tendriamos que conformarnos con las zonas de seguridad, con lo cual debíamos cargar con toda la comida para cuatro días.

La primera noche dormimos en Mallafré, hasta el cual sólo tuvimos que caminar un kilometro gracias al servicio de taxis del Parque Nacional. La nieve a esta altura se depositaba en pequeñas cantidades y en las zonas más umbrías pero el agua que caía por todos los rincones ya nos anunciaba el considerable espesor que alcanzaba en las zonas altas y a qué velocidad se estaba fundiendo. Compartimos el refugio con un grupo de franceses que nos comentaron que se dirigían al refugio de Amitges y que, para nuestra sorpresa, este habría al día siguiente. Una muestra más del "perfecto" funcionamiento de los refugios en este parque. Desde aquí quiero comentar que es dificil abrir durante los meses invernales, que no reporta beneficios y, por ende, la gente no acude. Es cierto. Pero cómo quieren que la gente planifique salidas invernales de varios días sin saber a ciencia cierta qué refugios puede encontrar abiertos y cuanta comida ha de cargar. La información, necesaría en todo momento, en estas fechas es vital. El viejo problema de la pescadilla que se muerde la cola. Pero, ¿quién posee la posibilidad y, sobre todo, la responsabilidad de acabar con este círculo? Me parece a mí que no somos los montañeros, a priori. Cuando los refugios muevan ficha y comiencen a abrir en estas fechas y, además, la información que se nos facilite desde las instituciones del parque se fehaciente, la pelota estará en nuestro tejado y podremos ver si en verdad no hay público para esta función.

El segundo día cargamos con nuestras pesadas mochilas y dirigimos nuestros pasos por la parte norte de Sant Maurici en dirección a los Estanys de Ratera. A partir de esta altura el manto de nieve era prácticamente continuo pero su textura, humeda y primaveral, no hacía necesario utilizar ningún material para caminar por ella. Así, disfruntando del delicioso paisaje, cruzamos el puente sobre los dos estanys y ascendimos sin problemas el último tramo hasta el refugio a pesar de que
cada vez la nieve se hacía más abundante.

Tras abandonar con alivio nuestras mochilas y comer algo salimos en dirección al Coll de Ratera con la idea de buscar una vista privilegiada del valle. La pendiente era considerable con lo que empezamos a darnos cuenta de la inutilidad de haber acarreado las raquetas. El estado de la nieve era perfecto y se ascendia perfectamente con los bastones, solo en algún lugar era necesario usar el piolet en previsión de un desafortunado resbalón. Así, sin demasiados problemas alcanzamos la parte superior del circo de Ratera, con el collado que nos separaba del valle de Saboredo a nuestra derecha y una vista excepcional de los valles que se abrían bajo nuestros pies. Después de unos instantes de contemplación disfrutamos de la fácil y divertida bajada que nos llevó hasta el refugio. El día acababa y la cena esperaba.

La mañana siguiente fue fiel a las previsiones meteorológicas. Un tiempo humedo y tormentoso nos dió los buenos días y el parte prometía que empeoraría. Se terciaba un cambio de planes. Decidimos quedarnos en Amitges y realizar salidas desde allí a los alrededores. Así que visitamos los lagos de alrededor, ascendimos hacía el Coll de Crabes (el paso que nos hubiera conducido al siguiente refugio de nuestra ruta original) y dimos vueltas por aquel lugar situado justo en el límite del bosque y la alta montaña. El día transcurrió apacible y disfrutamos de este cambio que nos había permitido dejar el peso, aunque fuera sacrificando la variedad en el paisaje (el cual no era nada desdeñable, por cierto).

Al despuntar el nuevo día decidimos regresar a Espot rodeando el Estany de Sant Maurici por su parte sur. Cargando las mochilas comenzamos el descenso hacia Ratera. Allí cogimos una senda en dirección oeste que nos llevaba al "Mirador de l'estany". Justo antes de llegar un desvio a la izquierda nos condujo por una estrecha senda todo alrededor de Sant Maurici. Tuvimos que utilizar el piolet varias veces para asegurarnos en algún paso comprometido (sobre todo uno que cruza sobre la torrentera que desciende desde el Portarro) pero nada excesivamente peligroso y si muy bello.

Rodeados de toda esta belleza alcanzamos el refugio de Mallafré, donde comimos resguardados de la intermitente lluvia y desde el cual, por una preciosa y fácil senda que contornea el Riu Escrità, alcanzamos el aparcamiento del Parque Nacional.

Un paseo por la Vall de Boí

El día se despertó ofreciéndonos una preciosa nevada. No hacia viento y los copos caían con esa placidez que nos transporta a otro mundo, un mundo más silencioso y sosegado. Decidimos que era el día perfecto para un paseo con raquetas por el camino que se adentra hacía Aigüestortes desde cerca de Caldes de Boí.

Nos pertrechamos y partimos sin mucha ceremonia hacía el comienzo de la caminata. Dejamos el coche ya cerca de la primera barrera del Parque Nacional, donde la nieve se empezaba a acumular en la carretera. Nos calzamos las raquetas y comenzamos a caminar por la ancha pista de acceso. La nieve caía a nuestro al rededor pausadamente y de la misma forma nos movíamos nosotros a través de ella, con calma y escuchando su crujido bajo nuestros pies, ese sonido especial que hace de caminar sobre la nieve recién caída una experiencia mágica.

El paisaje alrededor parecía una fotografía en blanco y negro, sólo nuestros coloridos atuendos de montaña rompían la tónica general. La nieve era dueña de todo y sólo unos pocos abetos se atrevían a conservar sus hojas en medio del crudo invierno, dotando a la película del contraste adecuado. Los demás árboles (hayas, abedules, arces...) hacía ya tiempo que las habían perdido y exhibían sus esqueletos helados que ocupaban toda la parte baja del valle. El bosque estaba a la espera, dormido, atento a la retirada de la nieve para comenzar su febril actividad primaveral. Mientras tanto nosotros aprovechábamos estos momentos para conocer otra cara de este mundo, su cara menos amable pero también hermosa y única.

El camino de vuelta lo hicimos por una estrecha senda que atravesaba el bosque por la margen izquierda del río. El boj crecía en tupidos setos a ambos lados del camino y los árboles cubiertos de nieve formaban un túnel helado a través del cual avanzábamos hundiéndonos en el grueso manto que cubría todo lo que la vista alcanzaba. La nieve era tan poco compacta que cada paso suponía hundirse en ella alrededor de medio metro, a pesar de calzar raquetas. Caminar sin ellas hubiera sido una dura tarea.

De esta forma, caminando a media ladera entre las cumbres y el río y disfrutando de todas las sensaciones que el mundo a nuestro alrededor nos ofrecía tan generosamente, llegamos, sin más problema, al control de entrada al parque, cerca de donde se hallaba el coche.

Precioso valle, gran momento.

El Mar Rojo (y IV)

El viaje toca a su fin. Los equipos yacen sobre la cubierta del Carlton como cadáveres de extraños peces. La gente va recogiendo sus cosas con esa cansina actitud que evidencia sus pocas ganas de irse. Han sido días especiales, mágicos, viviendo a caballo entre dos mundos, esperando el momento de volver a sumergirse.

La mayoría de nosotros nunca había pasado tanto tiempo buceando en tan corto periodo. Todos hemos aprendido, en mayor o menor medida, a bucear mejor, pero lo que seguro que hemos aprendido es a amar a ese mundo subyacente, oculto de la mirada. Habrá quien no vuelva a bucear más en toda su vida (este deporte no es sencillo y no todo el mundo está dispuesto al esfuerzo que exige) pero eso no evitará que recuerde estas jornadas entre las más hermosas de su vida y, algún día de ese ficticio futuro, las evoque como una de las aventuras de su vida.

Aquí se quedará el Mar Rojo, donde ha estado siempre, incrustado entre esos dos enormes continentes, repleto de una vida que rezuma por todos los poros de su rocoso fondo y yace sobre y bajo sus arenas. Nosotros volveremos a nuestras extrañas rutinas, tan alejadas de ésta y de cualquier naturaleza, soportándolas, quizá, gracias a estos breves días en que la vida fue vida y nos sentimos un poco exploradores, nos creímos pioneros traídos de una época pasada a este mundo presente en el que nos creemos que todo lo tenemos sabido.

El Mar Rojo (III)

Este mar nuca deja de sorprenderte. Cuando creías que no podría superarse a sí mismo, lo vuelve a hacer. Detrás de una roca, tras un coral de abanico o en medio de un banco de arena vuelve a aparecer lo increíble o, simplemente, lo que no esperabas ver en tu vida.

Lo mismo es un Pez Payaso que golpea con “ferocidad” tus gafas cuando te acercas a mirar de cerca su casa, sea ésta una anémona o una caracola abandonada, o un pequeño Pez Pipa, una especie de Caballito de Mar alargado y transparente, o un enorme Napoleón, nadando majestuoso a tu lado, o un Pez Cirujano, más pequeño pero más colorido y armado en su cola con poderosos espolones que usa para defenderse, o, cuando ya te lo esperas todo y piensas que estás preparado para lo que venga, en ese momento, sobre el fondo arenoso, encuentra parado en toda su majestuosidad a un Tiburón Leopardo, tomando con calma su sesión de limpieza. Allí, delante de tí, pobre mortal que no perteneces a este mundo, simple invitado al que nadie invitó, está uno de los grandes señores de los mares. Un ser cuya especie lleva nadando en los mares desde mucho antes incluso de que nuestros antepasados fueran más que pequeños mamíferos parecidos a las musarañas que se escondían de las patas de los grandes dinosaurios.

Luego subes a la superficie y miras a tu alrededor. El sol ya se está poniendo tras las primeras montañas de las costa africana, a tus espaldas, las montañas del Sinaí en cuyas costas anclamos. El árido mundo que es la realidad para nosotros, terrestres animales, pero que posee también su singular atractivo, sobre todo cuando se encuentra uno en las aguas que separan dos continentes y tres mundos: África, Asia y este otro mundo acuático y oculto sobre el que flotamos y en el que, a veces, nos sumergimos.

El Mar Rojo (II)

Contraste. Esa es la palabra que define este lugar. En medio del mar, rodeado por todas partes por un árido desierto de montañas peladas de piedra roja, se encuentra una de las mayores concentraciones de vida del planeta. Es inimaginable la cantidad de especies distintas que se encuentran bajo las aguas de este mar. Miles de formas distintas flotan a nuestro alrededor y cubren todos los rincones. El coral forma enormes colonias en las que se dan cita Peces Loro, Cocodrilo, Luna, León, Mariposa, Napoleón, Ballesta... La cantidad es tal que parece que estemos buceando en un acuario. Bosques de Gorgonias y Coral de Fuego junto al Coral de Mesa. Los corales blandos y las anémonas defendidas por los valientes Peces Payaso, que no dudarán en atacarte si te acercas a su “amiga”. Un sinfín de escenas, un sinfín de fotografías que perdurarán en nuestra memoria por largo tiempo.

Los arrecifes, objeto de nuestras inmersiones, son, por el contrario, un peligro constante para la navegación en esta zona. Casi todos ellos están marcados no sólo con pequeños faros sino también con los restos de algún naufragio. Barcos que acabaron allí sus días a causa de alguna historia, unas veces truculenta, otras, sencillamente, graciosa. Desde el capitán borracho, pasando por aquel otro que se peleó con su segundo (según cuentan a causa de la mujer del primero), hasta los macabros esqueletos de la guerra llenos de material bélico que se encuentran a cierta profundidad.

Nada le falta a este fondo marino, como si dotándolo de tanta diversidad y colorido se hubiera intentado compensar el monocrómico desierto que lo rodea casi por todas sus partes.