La Sierra del Cadí en pleno Otoño


El otoño estaba en pleno apogeo y no queríamos dejar de contemplar el cambio de colores del bosque en toda su intensidad, así que cargamos las mochilas y salimos camino del Noreste peninsular, hacia la prepirenaica Sierra del Cadí. Separa ésta las comarcas de la Baja Cerdaña y el Berguedá, alcanzando en muchos puntos alturas superiores a lo 2.400 msnm, como su techo, el Baridana con 2.648 msnm, o su monte más emblemático, el Pedraforca (2.497 msnm). La razón de elegir esta zona de la península no es otra que su diversidad botánica, siendo, junto a Tierra de Cameros (La Rioja), en la que más especies distintas conviven en toda la península. Podemos pasear atravesando en poco trecho espesas zonas de haya, roble, pino negro, arces de distintas especies y, conforme ascendemos y la alta montaña hace ralear la arboleda, boj, acebos y enebros, de los que aquí existe una curiosa especie de carácter rastrero que no se ve con frecuencia.

Así, en medio de toda esta exuberancia y acompañados por un tiempo soleado que prometía unos fantásticos días de caminata, emprendimos nuestra pequeña aventura partiendo del refugio Lluís Estasen, situado en la misma falda del Pedraforca y desde el que se suele emprender su ascensión. Pero nuestro destino no eran esta vez las inermes piedras si no la vida, que poco a poco se iba ya adormeciendo con el acortar de los días y la llegada de los fríos. El comienzo del camino nos decía ya que habíamos acertado en la época. El valle que desciende desde el Collell hasta el Gresolet se mostraba bajo nosotros en todo su esplendor de colores otoñales. El contraste entre amarillos, naranjas, rojos y marrones era espectacular con todas las especies mencionadas mezcladas en un solo valle.

Poco a poco fuimos dejando atrás los árboles y la alta montaña nos dio la bienvenida con el sol reflejándose en una fina capa de nieve que cubría ya las alturas, bien dice el refrán, por todos los santos nieve en los altos. Esta se había convertido, gracias a las despejadas y frías noches, en compacto hielo que el brillante sol se esforzaba en derretir sin mucho éxito. El Paso dels Gossolans, que comunica con la cara norte de la sierra, estaba totalmente helado y el descenso por la umbría ladera nos recordó en más de una ocasión que deberíamos haber traído los crampones. El peso a veces vence al sentido común. Llegamos al refugio de Prat de Aguiló sin problemas y desde él contemplamos las últimas luces del día impregnando de magia el ya de por sí fantástico bosque.

La zona de seguridad del refugio era más que escasa, sin ningún tipo de equipamiento y espacio muy reducido, menos mal que los chavales con los que la compartimos eran gente muy maja y pasamos un rato bien divertido. En montaña todo está bien si el ánimo está alto.

El día siguiente amaneció espléndido, con el sol esforzándose en calentar la fría mañana. Tras desayunar cargamos nuestras mochilas y nos despedimos de los ocasionales compañeros de refugio. La caminata discurría por la cara norte de la sierra en busca de un paso más oriental del que nos trajo el día anterior hasta aquí. La nieve caída era auténtico hielo, lo que ralentizó nuestro avance en algunas zonas y nos hizo acordarnos de los desechados crampones. Extremando el cuidado en algunos pasos fuimos avanzando por entre los pinos que se adueñaban de esta fría ladera. Allá abajo se seguían observando las manchas de color que otras especies creaban entre ellos y que nos recordaban que todavía era otoño, aunque en estas alturas parecía ya llegado el invierno. Al mediodía alcanzamos el Pas del Bou y, al atravesarlo, se cerró la niebla a nuestro alrededor. Algunas nubes procedentes del sur se habían quedado estancadas y ascendían lentamente por la ladera, intentando superar la barrera que la sierra interponía a su paso. Así, guiados por las marcas blancas y rojas de la GR alcanzamos nuestra ruta de descenso mientras el sol se volvía a imponer y nos mostraba el paisaje que las nubes habían escondido a nuestros pies. La cara sur, más cálida, estaba cubierta por toda la variedad de especies que ya he mencionado, formando un tapiz multicolor entre el cual nos fuimos adentrando mientras descendíamos. Los sarrios poblaban las alturas, algunos solitarios y descarados, otros en grupos numerosos que se mostraban más esquivos. Nada nos faltaba, estábamos en el paraíso del senderista. Tampoco faltaba dureza en la ruta. El descenso de más de mil metros nos llevó a través de todos los estratos biológicos hasta el fondo del valle, donde el hayedo nos esperaba con su traje amarillento, dispuesto ya a desnudarse en espera del traje verde y nuevo que le traerá la todavía lejana primavera.

Disfrutando de todo esto llegamos al Gresolet, lugar especialmente privilegiado en este cambio otoñal. Arces de un naranja intenso junto a hayas amarillas como el mismo sol y robles rojos como el corazón que nos latía con fuerza dentro del pecho al contemplar semejante maravilla. Un regalo para los sentidos, como se suele decir. El refugio era excelente y, además, tuvimos la suerte de encontrarnos en él a una familia que ya había encendido el fuego, elemento que dota a cualquier lugar de un aura de hospitalidad y recogimiento. Así, compartiendo unas cervezas frente a la lumbre acabó un largo y aprovechado día.

El último día de la caminata no quiso ser menos que los anteriores. El sol de la mañana extraía todo el color de los árboles, y no era poco. Nos parecía habernos perdido en el cuadro de algún impresionista loco, rodeados como estábamos por las gamas más extremas de todos los colores. Y así, sin poder abandonar nuestro asombro, fue transcurriendo el último día, atravesando laderas repletas de robles que enfrentaban otras rebosantes de pinos negros. Caminando a la sombra de los hayedos y descubriendo las súbitas manchas que los arces creaban en el ya de por sí colorido paisaje, fuimos, poco a poco, completando el círculo. El Pedraforca nos señalaba nuestro destino y nos recordaba que un último esfuerzo nos quedaba todavía por delante. La última ascensión fue dura, pero nos llevó a través de la última de las maravillas que el bosque nos tenía preparadas. Una umbría donde los lentiscos, bojs, acebos y demás plantas característica de estas laderas donde el sol poco o nada llega, entretejían una maraña tan sólo surcada por el empinado camino que, muy poco a poco, nos llevó de vuelta al lugar donde había empezado todo.

Para ver más fotos y detalles de la ruta: http://es.wikiloc.com/wikiloc/view.do?id=1293549