El Cairo (I)

Desde el frío invierno nos hemos trasladado a las cálidas temperaturas del Cairo. El desierto nos rodea pero esta ciudad vive dentro de sí misma. Millones de personas se agolpan en ella conviviendo dentro de un caos que parece la vaya a colapsar en cualquier momento. Miles de coches circulan ajenos a cualquier norma de circulación e incluso de prudencia. Sus calles son hervideros en los que se cuece una especial alquimia que a los ordenados europeos nos parece imposible. No entendemos como son capaces de sobrevivir inmersos en esta enorme metrópoli donde nadie parece preocuparse por nadie. Quizá sea su carácter individualista o, simplemente, el hecho de que a esta ciudad acuden todos los desheredados del resto del país a buscar su oportunidad lo que hace que nada parezca estable ni duradero. La contaminación cubre con sus manto gris las casas y los monumentos de un pasado milenario que recuerdan a nuestras escépticas miradas que ésta es la cuna de la civilización, que cuando los europeos no eramos más que un puñado de tribus bárbaras en esta parte del mundo existía una cultura que fue capaz de construir estructuras que todavía cuatro milenios después siguen causándonos asombro. Pasear a la sombra de las pirámides, observando los enormes bloques de los que están construidas, pregutándonos cómo fue posible que aquella primitiva gente pudiera transportarlos no es menos misterioso que pasear por su gran zoco, en medio del barullo y el trasiego de gente, y saber que esto ha sido así desde tiempos inmemoriales. No puedo dejar de imaginarme qué pensarían Alejandro Magno o Marco Antonio o, siglos más tarde, Napoleón al llegar como conquistadores a este pueblo que ya se encontraba en decadencia cuando Europa tan sólo comenzaba a ser. Hoy en día es una ciudad musulmana en su mayoría, aunque en ella todavía habita una de las confesiones cristianas más antiguas que existen, los Coptos, que ya habitaban estas tierras cuando en europa practicamente no habíamos oido hablar de él.

La llegada a esta ciudad es impresionante. El camino desde el aeropuerto hasta el centro ya deja boquiabierto a cualquiera, por muy avezado viajero que se sea. Un sinfín de coches se entrecruzan en sus amplias avenidas y las carreteras elevadas pasan a escasos metros de las ventanas abiertas de los edificios, dando la sensación de casi poder saludar a la gente que vive dentro.

Una vez en el centro nos encontraremos rodeados de cientos de personas prácticamente a cualquier hora del día. El bullicio, el continuo bramar de los claxons, las miradas curiosas a nuestro alrededor y el saludo de los desconocidos que nos dan la bienvenida a su querida ciudad es algo que irá calando en el viajero, haciendo evolucionar nuestro estupor original hacia un entrañable apego por esta ciudad imposible. Nada hay en el mundo comparable. Ninguna ciudad que encontremos será como esta, aunque esto os suene a perogrullada. El Cairo, la milenaria, la ciudad de los mil minaretes que gritan a los cuatro vientos sus oraciones, la señora del Nilo, es, sin lugar a dudas, una de las cunas de la civilización pero, también, un ejemplo perfecto de lo que la humanidad es y ha sido y, creo, de lo que será.