La Cordillera Blanca (Perú II)

Esta cordillera es el centro de la mayoría de actividades andinistas en el Perú. Situada en el Centro - Norte del país y a unos 1.000 Km del Ecuador es la cordillera tropical más alta del mundo, llegando a los 6.768 m. en la cima del Huascarán (del Quechua "Cadena de Montañas"), que es la más alta del Perú. Junto a la próxima Cordillera Negra, situada al Oeste, conforman el valle del río Santa conocido por el Callejón de Huaylas. En él se encuentra la ciudad de Huaraz, capital del valle y de las actividades de montaña en esta hermosa cordillera. En esta ciudad podéis encontrar todo lo que necesitéis para emprender cualquier caminata, ascensión, escalada y demás, desde un saco de dormir hasta guías de montaña y arrieros con sus reatas de mulas. Existen muchas agencias que ofrecen similares paquetes por lo que es recomendable darse una vuelta por ellas buscando el mejor precio y, muy importante, la que nos inspire mayor confianza.El camino por excelencia en esta cordillera es el de Sta. Cruz. Nosotros lo combinamos con una ascensión hasta la hermosa Laguna 69, que recorre un precioso valle situado a los pies del imponente Huascarán con su cumbre bífida. Mediante un colectivo nos desplazamos hasta Yungay y de allí alcanzamos nuestro primer campamento a los pies del imponente nevado. Después de montar tiendas y sin apenas peso ascendimos valle arriba entre milenarios olivos silvestres y acompañados por el incesante rumor del agua que aumentaba su volumen al pasar cerca de las abundantes cascadas que las nieves perpetuas de las escarpadas cumbres alimentan incesantemente. Tras un primer escalón el valle se encajonó y el viento comenzó a soplar con violencia. Pensábamos que nos iba a dificultar la ascensión pero no fue más que un pequeño susto. Al salir del pequeño callejón descubrimos una pradera verde y tupida en las que las vacas rumiaban con absoluta tranquilidad. El viento se calmo de repente y un tímido sol nos iluminó como invitándonos a entrar en la tranquila pradera. Avanzamos por ella acompañados por el roce de nuestras botas sobre la hierba hasta alcanzar un nuevo muro por el que zigzagueaba una estrecha senda. Con menos esfuerzo del que aparentaba necesitar, sobre todo debido a la altura que nos encontrábamos cercana ya a los 4.000 m., ascendimos hasta alcanzar una última lengua herbosa que nos llevó directamente a la preciosa laguna.

La Laguna 69 no posee un nombre propio por lo que es conocida por su número de catálogo. Seguramente los habitantes de la zona sí tengan un nombre para esta extremadamente azul laguna en la que el cielo se refleja sin que ningún tipo de vida en el agua pueda teñirlo. La altura y la extrema frialdad de sus aguas evitan que en ella puedan habitar las algas que dan ese bonito tono verdoso a sus vecinas situadas a menor altura. Aún así nos encontramos nadando tranquilamente a una pareja de patos que parecían haber buscado estos tranquilos parajes para su apareamiento. De origen glaciar, todavía se pueden ver unos cientos de metros más arriba las lenguas glaciares que la formaron y que hoy en día todavía la alimentan. Un hermoso paisaje andino que sin duda vale la caminata que nos conduce hasta aquí.
Regresando por el mismo camino llegamos a nuestro campamento con las últimas luces de la tarde jugueteando con las aguas del rió que abrazaba nuestro campamento. En su contemplación cenamos y luego terminamos la sobremesa con el imponente espectáculo de las estrellas sobre el trópico.
Al día siguiente cogimos otro colectivo para llegar hasta Vaquería, lugar donde empezaba realmente el treck. En una abarrotada furgoneta en la que entramos 20 personas de una forma prácticamente milagrosa ascendimos por una empinada y zigzagueante pista hacía el Portachuelo de Llanganuco, a más de 4.700 m., desde el que se tiene una preciosa visión de la cima bicúspide del imponente Huascarán. Un largo y traqueteado descenso nos condujo al pequeño pueblecito que era nuestro ansiado destino (por el deseo de bajar de aquella mezcla entre lata de sardinas y ataúd comunitario).
Tras conocer a nuestro arriero cargamos las mulas y comenzamos el camino. Primero desciende un poco por el valle hasta alcanzar un río que se une a él por la margen izquierda y por el que se emprende el ascenso. Primero atravesando campos de labor y comunidades en las que los niños, adultos y animales de corral vagan igual de libremente. Poco a poco se van dejando atrás las últimas casas y el valle se va estrechando y empinando hasta alcanzar una zona de prados altos en los que las vacas y los caballos vagan igual de libres que sus vecinos de alturas inferiores. En esta zona el valle se ensancha formando un autentico paraíso para sus habitantes de cuatro patas. Las praderas de hierba están jalonadas de Queñuas, el curioso árbol autóctono de corteza roja y despellejada en finas láminas que le ayuda a superar los rigores de estas altitudes. Las cumbres de los nevados se muestran indiferentes y altivas mientras el frío y la humedad se empiezan a adivinar más que a notarse.
Prácticamente al final de este largo y amplio valle, donde el camino parecía querer empinarse en serio, acampamos. A unos 3800 m. y cerca de un riachuelo montamos el círculo de tiendas y corrimos a embadurnarnos de repelente. Aún a esta altura sobreviven esas molestas criaturas llamadas mosquitos, muestra clara de nuestra cercanía al ecuador. Mientras intentábamos hacer un fuego de campamento la tarde cayó y con ella la lluvia en la forma que lo suele hacer en las montañas, con lo cual todos nos refugiamos en nuestras respectivas tiendas hasta la hora de cenar.
La lluvia continuó hasta tarde y sólo una necesidad física imperiosa me permitió contemplar el maravilloso espectáculo que el cielo estaba dando. En una atmósfera absolutamente limpia las estrellas no encontraban prácticamente oposición para lucir y lo hacían. Millones de ellas competían por ocupar todos los rincones del cielo y el poco vacío entre ellas desaparecía difuminado por su esplendor. A veces uno agradece sus necesidades más ordinarias.
El día siguiente amaneció despejado y nos invitaba a comenzar el duro trayecto que teníamos por delante. Había que subir hasta Punta Unión a 4.750 m. y luego descender hasta el siguiente campamento que quedaba un poco por debajo de los 4.000. Tras el desayuno comenzamos la caminata sin prisas, aunque la suave pendiente incitaba a elevar el ritmo el obstáculo al que nos enfrentábamos nos invitaba a reservar fuerzas.
Fuimos ascendiendo suavemente hasta la cabecera del valle y allí nos desviamos hacia el Oeste mientras la pendiente se elevaba cada vez más. Aquí fue donde nos encontramos a una caballería que no había soportado el esfuerzo. Según nos contó nuestro arriero el mal de altura también les afecta a ellas. Debido al esfuerzo y la falta de oxígeno su corazón comienza a bombear sin freno y aumenta su presión sanguínea hasta provocarles un derrame cerebral. En estos casos el arriero, como medida desesperada, les practica un corte en la oreja con el fin de reducir la presión, pero en muchos casos es inútil. El cadáver devorado por los cóndores y demás animales, para los que es un auténtico regalo en estas desoladas alturas, nos recordó, por si no lo teníamos bastante presente, el esfuerzo al que nos enfrentábamos.
En la distancia podíamos distinguir ya nuestro destino, una pequeña muesca en forma de V en medio de una enorme pared coronada por imponentes glaciares. Pasamos por unas lagunas, que aquellos mismos monstruos blancos habían formado antes de retirarse a la parte más alta de la cordillera, y allí el camino se convirtió en un zig zag que serpenteaba encima de nosotros de forma desafiante. Al final de él Punta Unión parecía todavía lejana a pesar de encontrarnos a sus mismos pies. Precisamente aquí fue en donde a nuestro taciturno guía se le desató la lengua. Yo pugnaba por mantener una conversación con él al mismo tiempo que mis pulmones me exigían todo el aire que podía meter en ellos para que mis piernas no se pararan. Por suerte para mí, a mitad subida nos alcanzó el guía de otro grupo y Efraín (nuestro guía) decidió que la tortura a la que me estaba sometiendo era suficiente. Continué mi camino en solitario observando delante y detrás de mí los desperdigados caminantes que intentábamos alcanzar la misma meta.
Cerca del mediodía llegué a la "diminuta" V para comprobar sus enormes proporciones. Allí se encontraban ya varias personas que lo habían alcanzado antes. Mientras contemplábamos el colosal espectáculo comimos algo y renovamos fuerzas para el largo descenso. El nuevo valle se abría a nuestros pies, con un estrecho río que formaba dos enormes lagunas que ocupaban toda la amplitud del valle. Detrás nuestro dejábamos el hermoso espectáculo de las cumbres nevadas para adentrarnos de nuevo en las verdes praderas habitadas por caballos y vacas. Antes del descenso cumplimos con nuestro "ahumado" ritual que compartimos con Enricco. Todavía no lo sabíamos, pero aquel iba a ser el primero de muchos encuentros a lo largo del viaje. El azar juega con nosotros como un dios caprichoso.
Comencé el descenso muy lentamente para así disfrutar de la gloriosa visión que se me ofrecía e incluso llegué a sentarme sobre una piedra para sacar mi flauta tocar un rato mientras contemplaba el magnífico circo glaciar que estaba dejando a mis espaldas, a los pies del cual una preciosa laguna reflejaba el azul del cielo convirtiéndolo en un morado intenso. Pero esto no duraría mucho. Las nubes se comenzaban a aferrar a los altos picos y, poco a poco, descendían sobre el valle amenazando con envolvernos. Apresuré un poco la marcha y alcancé por fin el campamento poco después de las tres. Las nubes eran cada vez más espesas pero seguían aferrándose a las alturas, así que el sol todavía brillaba en el valle. Temiendo que el día siguiente amaneciera nublado descendí un poco más por el valle, ya sin la mochila, en busca de la mítica montaña que, en principio, debíamos contemplar en la jornada siguiente.
En una media hora alcancé la entrada de un valle que se abría hacia el Noroeste y, allí en su cabecera, imponente a pesar de no ser "su mejor perfil", se mostraba la montaña que ha sido calificada como la más hermosa del mundo, el Alpamayo. Con tan "sólo" 5.947 m., esta pirámide de hielo se alza majestuosa en a las espaldas de su hermano mayor, el Quitaraju, con 6.036 m., conformando con sus otros vecinos, ninguno inferior a los 5.500 m., una hermosa pared de hielo que cierra en su totalidad el "pequeño" valle al que me había acercado.
Tras unas fotos y un cigarro regresé al campamento en busca del merecido descanso. Mientras me acercaba las nubes habían ocultado definitivamente Punta Unión y toda la cabecera del valle y se acercaban amenazadoras. Aún tardó un poco en llover pero, al final, comenzó a caer. Y lo hizo con fuerza, de una forma que hacía presagiar que esa noche no íbamos a ver las estrellas, ni aunque una imperiosa necesidad, de madrugada, lograra sacarnos de la tienda.
A la mañana siguiente nos esperaba una pequeña sorpresa. Había nevado a muy poca altura por encima del campamento. A unos 20 m. más de altitud aparecía todo el paisaje blanco. Aparentaba que el glaciar se hubiera extendido durante la noche hasta casi llegar a nuestro campamento. Como no, hacía frió y seguía cubierto. En ese momento pensé que había sido un acierto acercarme el día anterior a ver el Alpamayo, hoy las condiciones no iban a ser muy propicias.
Tras calentarnos el cuerpo con el desayuno comenzamos la caminata. Primero subiríamos un poco por el valle al que me había acercado el día anterior hasta llegar a un punto desde donde nuestro guía nos decía podríamos ver el Alpamayo desde una buena perspectiva. Aquello no sería posible. Las nubes jugaron con nosotros durante una hora abriendo claros tras los que divisamos las cercanas compañeras de la deseada montaña pero, ese día, la cumbre más hermosa del mundo se mostraba esquiva. No así un enorme Cóndor que vino a consolarnos con su presencia.
Al final desistimos y comenzamos nuestro descenso por el amplio valle, atravesando manchas de Quiñoa cubiertas de musgo por todas partes y bajo la indiferente mirada de las vacas que pastaban tranquilamente. El camino buscaba las laderas del valle al llegar a los dos lagos que lo cubrían de lado a lado. En ellos las aves acuáticas pescaban sin ni siquiera prestarnos atención y los caballos buscaban la jugosa hierba de sus orillas sumergidos casi hasta el pecho. Detrás nuestro los nevados nos ofrecían su colosal presencia siempre que las nubes se lo permitieran. Estas, con el transcurrir de la jornada, fueron desapareciendo y al mediodía el sol volvía a lucir con fuerza.
En esta continua contemplación y con la conversación casual con otros caminantes fue, poco a poco, transcurriendo la jornada. Al final llegamos a un lugar donde el valle comenzaba a estrecharse pero aún formaba pequeñas praderas herbosas a sus costados. Aquel fue el campamento de aquella noche, un campamento en el que el aire soplaba con bastante fuerza y por el que las nubes atravesaban como visitantes ocasionales en su ascenso hacía las altas cumbres que les cerraban el paso.
Con este juego de nubes el sol fue diciéndonos adiós y nosotros nos dispusimos, tras la frugal cena, a disfrutar la última noche del treck frente a un pequeño fuego de campamento. Humo, conversación y el último trago al Canadian, que atesoraba en mi mochila para las frías noches, conformaron una hermosa velada junto aquel variopinto grupo de caminantes.
La última jornada se presentaba tranquila. Un sencillo paseo por la orilla del río que, en este tramo final, discurría por un estrecho cañón. Tanto es así que el final poseía una puerta con la que se podía cerrar el valle. La vegetación volvió a cambiar. Los árboles hicieron su aparición y, entre ellos, Pitas y S. Pedros en elevado número. Uno de los compañeros holandeses, botánico, nos explicó cómo se prepara en estas tierras el sagrado S. Pedro para extraer de él la mescalina, de consumo tan habitual en estas tierras en rituales sagrados y no tan sagrados.
En poco más de dos horas nos encontrábamos en Cashapampa, un pequeño pueblecito de casas más bien dispersas cuyo núcleo poblacional no era mucho más que unas pocas tiendas y la escuela. Allí cogimos un taxi y luego un colectivo que nos llevaría de vuelta a Huaraz.
Tras un par de días de descanso y después de despedirme de mis compañeros de viaje me dirigí a un lodge en las montañas desde el que visitar algún valle más en aquella preciosa cordillera. Desde él visité la hermosa laguna Churup la primera jornada, realizando la ascensión desde el Oeste para así alcanzar la parte superior de la laguna y descender luego por la ruta normal. En esta caminata me di cuenta de cuan relativas pueden resultar a nuestro ojo las dimensiones en estas ciclópeas montañas. Lo que parece cerca puede resultar un esfuerzo supremo y lo que en la distancia parece un pequeño escalón puede ser un insalvable obstáculo cuando nos acercamos a él. A pesar de todo esto conseguí mi objetivo y pude disfrutar de una vista inigualable de este paisaje frecuentado por los lugareños y las jóvenes parejas del vecino pueblo de Pitec.
La última caminata de mi visita a esta cordillera la había reservado para un cómodo aunque largo paseo por el mismísimo corazón del parque natural. Ascendiendo por la Quebrada Cojup para alcanzar la cabecera de un valle glaciar rodeado de altos nevados y glaciares tropicales. Un hermoso y solitario valle en el que no me crucé en todo el día más que caballos y vacas que pastaban tranquilamente y nada más que los pájaros y el viento rompían el silencio. Disfruté de una calma jornada en la que pude dedicarme a la contemplación y meditar sobre todas las cosas que me habían sucedido en este viaje, un largo viaje que me había traído a esta soledad tan apartada en la que ahora me encontraba. Es hermosa la sensación de estar lejos, apartado y abandonado del bullicioso mundo que creemos tan real y tan sólo es una ficción que hemos creado para sentirnos seguros en este lugar en el que la única seguridad es que ahora estamos vivos y, algún día, dejaremos de estarlo. Carpe Diem.